Quinto día
Cruzamos el Garabato, pueblo y arroyo para acceder a la vía verde. Desde la Carlota, hay 5 ó 6 kilómetros y dos o tres cuestas, cortas pero duras. De la estación apenas quedan restos salvo una casilla que parce habitada.
Largas rectas, que prepotentes interrumpen el hilo plateado de los arroyos, nos separan de las Pinedas, pueblo de colonización que la vía atraviesa donde hay fuente y hubo apeadero.
Antes de atravesar el arroyo de la Marota hay un bonito lugar, el parque del Hecho, ofrece fresca sombra contra los rigores del verano. Pasado el puente, la vía asciende suavemente. Llegamos a un solar situado junto a la vía, aquí estaba la antigua estación de Guadalcazar, para llegar al pueblo es mejor acercarse hasta el puente que salva el arroyo de la Torvisca y tomar los caminos rurales que pasan bajo él.
Tras pasar el cerro de la Cabaña comenzamos un sinuoso descenso siempre vigilados en lontananza por el castillo de Almodóvar del Campo. Cruzamos arroyos y colinas y hasta un túnel, el de las Tablas, antiguo criadero de champiñón.
De pronto, el pavimento se levanta, impacta contra José Luis. Todo es oscuridad. Aparece una luz y se dirige hacia ella. Ya en el exterior; nos mira, le miramos. Él no sabe como ha sido, nosotros tampoco. Pedalea altivo delante nuestro, rebozado en el polvo del camino y el casco algo ladeado, como si nada hubiera ocurrido. Callamos.
Seguimos descendiendo hacia el valle del Guadalquivir, antes de encontrarnos con él cruzaremos los magros caudales del Guadajoz sobre un puente de ladrillo, como casi todos los de la traza y último de la vía verde a la que abandonaremos poco más adelante, junto a un silo en la estación de Valchillón.
La califal Córdoba nos espera, pero aun hemos de superar algunas naves industriales y un trozo del margen izquierdo del río. Tenemos nuestro destino en frente, al otro lado del Guadalquivir. Cruzamos el Puente de Piedra y entramos en Córdoba.
Majestuosa, la Mezquita contempla nuestro paso. Uncidos a las calesas los caballos nos miran con interés, las cordobesas con indiferencia.
En el hotel nos desprendemos del polvo y de las bicicletas. Unos deciden visitar la Mezquita y alrededores, otros los bares de alrededor. Comemos en el Patio, típico y caro.
La noche es nuestra, noche de difuntos que decidimos comenzar en el Churrasco. Una botellita de rioja y algunos entrantes, más rioja y churrasco, unos chuletones del valle de los Pedroches y más rioja, postres. Mejor pasear y bajar la cena. Vampiros, licántropos y fantasmas de carne trémula pueblan la noche cordobesa.
A modo de resumen
Como aludo al principio de este escrito, han sido cinco días de pedaleo. De un pedaleo relajado, amable y divertido. Donde la bicicleta ha sido la escusa perfecta para compartir entre amigos cinco maravillosos días. Cinco días de castigar nuestros cuerpos con glotonería, cinco días de lascivia hacia esas rubias húmedas de escarcha y blanca cabellera que nos bebíamos a largos tragos, disfrutándolas. O esos finos untuosos y secos a un tiempo que recuerdan a esos olivos que nos rodean. O esos tintos que nos traen recuerdos de otras rutas lejanas. Acabamos de terminar y ya me siento melancólico. Porqué no repetir en primavera, con los campos henchidos de verde y espigas, con las lagunas rebosantes y los bares repletos de tapas. Las calles paseadas por esas mujeres morenas y hermosas que pinto Julio Romero y esa musicalidad en el hablar que todo lo llena. Y porqué no…
Mariano Vicente; en Murcia, un 14 de noviembre de un caluroso otoño del año 2009.